Los colombianos queremos y confiamos en que Pékerman, el director
técnico de la selección de fútbol, seleccione a los mejores jugadores de
acuerdo a sus méritos, es decir, a sus capacidades y compromiso.
Estaría en problemas ante la opinión pública si se llegara a guiar por
otros criterios.
Si nos enteráramos de que Pékerman dejó en el banco a Falcao para
que pudiera jugar un primo de su esposa, o no convocó a James Rodríguez
para darle un puesto en la selección a un jugador recomendado por un
viejo amigo suyo, o remplazó a Yepes por un defensa que prometió darle
la mitad del sueldo a cambio de que lo dejara jugar, todos pondríamos
el grito en el cielo. En poco tiempo la indignación contra Pékerman
crecería tanto que su puesto se haría insostenible y difícilmente podría
aspirar a volver a ocuparlo.
Nos podríamos preguntar ¿Por qué no exigimos los mismos criterios de
selección para los que integran nuestras instituciones públicas? ¿Por
qué aceptamos pasivamente que nombren a personas incompetentes o dejen
de escoger a las más capacitadas para los cargos públicos? ¿Por qué nos
hemos acostumbrado – y a veces incluso apoyamos –que políticos
clientelistas y corruptos se adueñen de las instituciones del Estado?
Estas afectan directamente nuestra vida y determinan en gran medida el
desarrollo de nuestro país.
Nos afecta, por ejemplo, que los funcionarios públicos que
administran los impuestos o las empresas públicas no sean los más
competentes, o que los profesores no sean escogidos por sus méritos, o
que empresarios honestos no puedan llegar a contratar con el Estado
porque no van con recomendaciones políticas o no están dispuestos a
pagar sobornos.
El hecho de que en nuestro país no sea la meritocracia la que
predomine sino el clientelismo, supone sobrecostos para el presupuesto
público, ineficiencia administrativa y en muchos casos pérdida ilegal de
los recursos; en pocas palabras, supone menor desarrollo. Algunos
países como Brasil, Chile y Costa Rica están avanzando en este tema y a
la vez mejorando notablemente el nivel de vida de sus habitantes. Están
trabajando también en ampliar las oportunidades de educación para que
la meritocracia no termine beneficiando exclusivamente a los
privilegiados.
En el caso de Colombia, tenemos que empezar a soñar con triunfar
sobre los que han secuestrado las instituciones públicas y exigir, como
lo hacemos con Pékerman, que se elija a los servidores públicos por sus
méritos. Sin presión de la opinión pública resultaría bastante
improbable que el Congreso –en el que una gran parte de sus miembros
sobreviven gracias a las prácticas clientelistas – pueda sacar adelante
una reforma administrativa que realmente promueva la meritocracia.
Quizás para los que leemos este periódico y hacemos parte de la
opinión pública informada, este punto es evidente, pero para una gran
parte de la población no es así. Nuestro deber cívico es ayudar a crear
conciencia sobre los efectos negativos del clientelismo y la necesidad
de combatirlo para llegar a jugar con los mejores.
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