domingo, 27 de abril de 2014

Rodrigo Lara Bonilla: Un opita verraco

El próximo miércoles 30 de abril se cumplen 30 años del magnicidio del líder huilense Rodrigo Lara Bonilla. En un ambiente social de decaimiento moral caracterizado por la componenda y la falta de convicciones, la imagen de este colombiano valiente constituye un ejemplo de esperanza e inspiración para muchos.

Nació en Neiva el 11 de agosto de 1946. Estudió derecho en la Universidad Externado de Colombia y se especializó en derecho constitucional y ciencias políticas en la Universidad de París. Luego de dos años de permanencia en Francia, regresó al Huila para integrarse de lleno a la actividad política, como lo recuerda el último tomo de la obra “Historia Contemporánea de Neiva”. Desde entonces empezó a perfilarse como un líder político carismático y estructurado que buscaba moralizar las costumbres políticas. Lo empezaron a llamar el “mozalbete atrevido”, por su espíritu combativo y la coherencia de su actividad política que contrastaba claramente con la de sus rivales políticos.

En agosto de 1983 el presidente Betancur le ofreció el ministerio de Justicia. El aguerrido opita dijo que lo aceptaba siempre y cuando le permitiera enfrentar al naciente y creciente fenómeno del narcotráfico, al que consideraba el principal enemigo del país. Se posesionó con la convicción de que “es el ministro el que hace al ministerio. No al revés”.

Lara Bonilla fue el primer colombiano en el ejercicio del poder que empezó a pisarle los talones a la mafia. Carlos Medellín, ex ministro de justicia, afirma que Lara no solamente denunció públicamente lo que estaba sucediendo sino que inició las investigaciones por los vínculos del narcotráfico con la política. Fue él quien quién prendió las alarmas, abanderó la lucha contra el narcotráfico y la persona que encarnaba un cambio de actitud en Colombia.

Era tanta su valentía que para detenerlo la mafia intentó primero enlodar su buen nombre tendiéndole una trampa. En ese momento el gobierno y hasta Luis Carlos Galán lo dejaron solo. A pesar del dolor, él no se acobardó y continuó con total entrega su lucha contra quienes consideraba que querían derrumbar moralmente a la nación. “Denunciaré a los mafiosos aunque deba pagar con mi vida”, decía. Y efectivamente, a los siete meses de estar en el cargo, la mafia decide asesinarlo. Durante ese tiempo el ministro conmocionó al país con su energía, fuerza y valor moral, como lo narra un periodista.
Juan Carlos Henao, actual rector del Externado, dice que Lara Bonilla –a quien consideraba como absolutamente inteligente, vivaz, creativo y libre– “era tan buen político porque era muy buen académico. Tenía una solidez académica que le daba una solidez conceptual y de principios bastante grande”. Henao afirma que lo que finalmente a Rodrigo Lara lo mata es la claridad de su pensamiento y que de haber seguido con vida su carrera tanto académica como política hubiera sido meteórica. Según la periodista María Jimena Duzán el Estado no quiso pelear y el único que peleó fue Lara y si no lo hubieran matado habría sido mucho más importante que Luis Carlos Galán.

Hoy Colombia sigue necesitando de esta clase de líderes que defienden las instituciones democráticas y el Estado; que sin miedo a pisar callos –¡Lara Bonilla pisó callos de dragón!– y con coherencia moral y competencia profesional creen equipos que dignifiquen la política. Todavía hoy nos encontramos con “indelicadezas que están enriqueciendo a personas a la sombra del Congreso” y de las instituciones públicas. En tiempos de crisis y oscuridad, la sociedad necesita estos héroes que actúan como un faro moral.

Trabajo en equipo

Hace algunos años un grupo de intelectuales publicaron un libro en el que analizaban la situación de Colombia desde diferentes perspectivas pero partiendo de una teoría en común. A dicha teoría la llamaban el almendrón y la resumían en la siguiente frase: “Un colombiano piensa más que un japonés pero dos japoneses piensan más que dos colombianos”. Con ello querían resaltar que el principal problema de Colombia es el individualismo exacerbado, la dificultad del colombiano para trabajar en equipo.

Hoy en día se valora cada vez más las habilidades para trabajar en equipo debido a la creciente complejidad de muchos temas que requieren el aporte de personas con diferentes rasgos y destrezas.  Un equipo eficiente –una ventaja competitiva para cualquier organización– no es simplemente un grupo de personas que se reúnen a trabajar juntas.

Patrick Lencioni en su libro “Las cinco disfunciones de un equipo” (The five dysfunctions of a team) señala los obstáculos que un grupo debe superar para convertirse en un equipo.

El primer obstáculo es la falta de confianza que hace que los colaboradores duden en pedir ayuda o  en proveer retroalimentación constructiva; también hace que salten a conclusiones sobre las intenciones y aptitudes de otros sin antes intentar clarificarlas. Los miembros de un equipo deben sentirse tranquilos al mostrar sus debilidades, errores o falencias entre sí. Construir confianza requiere compartir experiencias y entender los atributos distintivos de cada miembro del equipo.

La segunda disfunción de un equipo es el miedo al conflicto. Todas las relaciones importantes en la vida requieren del conflicto productivo para crecer – aquel que se centra en las ideas y evita juzgar de manera destructiva  los rasgos personales. El conflicto productivo facilita alcanzar la mejor solución posible en el menor periodo de tiempo. Cuando se evita el conflicto con el fin de no afectar los sentimientos de los miembros del equipo se puede llegar a un estado de falsa armonía; lo contrario ocurre con el debate franco y desprevenido.

El tercer problema es la falta de compromiso que en este contexto depende de la claridad y el apoyo a las decisiones. Para lograrlo se debe entender, por una parte, que el consenso no es indispensable sino que basta con que todas las opiniones hayan sido escuchadas y tenidas en cuenta en la decisión y, por otra, que incluso en entornos de incertidumbre es posible comprometerse con un plan acordado. Un buen equipo entiende que es mejor tomar una decisión arriesgada y errar que terminar paralizados por el exceso de análisis.

La cuarta disfunción es evitar el dar cuentas, entendida como la indisposición de los miembros del equipo a controlar a sus compañeros con respecto a su desempeño o los comportamientos que pueden perjudicar al equipo. Los miembros de equipos eficientes mejoran sus relaciones manteniendo a los otros responsables.


La poca atención a resultados en la última disfunción de un equipo y se refiere a la tendencia de los miembros a preocuparse por algo diferente a los objetivos colectivos del grupo. Por ejemplo, para algunas personas el solo hecho de hacer parte del grupo es suficiente para mantenerlos satisfechos por el estatus que eso representa; para ellos lograr resultados específicos puede ser algo deseable pero no amerita compromiso o sacrificio. Para otros miembros puede ser simplemente una oportunidad mejorar su propia posición u oportunidades de carrera a costas del equipo. Un equipo funcional, por el contrario, hace de los resultados colectivos del grupo algo más importante que los objetivos individuales de cada miembro.