miércoles, 20 de julio de 2016

El Virrey Vargas Lleras

El Virrey don Germán Vargas Lleras volvió a impartir regaños, esta vez, en Nuestra Señora de la Limpia Concepción de Neiva. Proveniente de Santa Fe de Bogotá, el 14 de julio del año corriente descendió del carruaje junto a Elsa Noguera, de la Provincia de Sabanilla y Ministra de Caminos Reales, y su séquito sin ocultar su ira real.

Los recibieron el Gobernador y Capitán General de la Villa, la familia de don Diego de Ospina y Medinilla, oficiales reales y letrados de buena familia, quienes se peleaban por el honor de cargarle el palio, tal como lo dictan las buenas costumbres de la provincia.  Una vez le rindieron todos los honores con solemnidad en un gran auditorio, el Virrey arremetió contra el Alcalde don Rodrigo Lara por algo que dijo su secretario de gobierno, y que a oídos palaciegos del más iracundo retoño del linaje Vargas Lleras, constituían una afrenta al inexpugnable estandarte: las chozas para la horda de menesterosos. La ministra, llegó incluso a sugerirle al burgomaestre que lo enviara a las mazmorras  para ser luego colgado en el árbol de la justicia.

¿Cuál fue el pecado del secretario? Atreverse a señalar lo que consideraba falencias de la política real de vivienda ante peninsulares y aborígenes que habitan un asentamiento precario del cual iban a ser desalojados debido a una orden de la Audiencia Real. El secretario les había explicado, lo que a su parecer, son causas de la carencia de vivienda en la Provincia y los animó a expresarle sus necesidades de una choza a su Excelencia que llegaría al día siguiente.

¡Herejía! ¡Desde cuándo un funcionario de segundo nivel de una Provincia se atreve a cuestionar los mandatos de su Majestad! Los designios reales que se dictan en la capital están hechos para ser obedecidos sin rechistar, sin pero alguno. Por eso la paz de don Germán se alteró; se le enrojeció el rostro y enérgicamente levantó la espada, a la vez que elevaba su voz para sentenciar que ninguno de los súbditos del Reino podría aventurarse a semejante error (“comentarios inoportunos e imprudentes”, diría la nobleza sumisa).

Su cólera se eleva aún más cuando señala que el funcionario es del grupo de don Sergio Fajardo de Antioquia, de quien se dice que puede poner en riesgo la sucesión al trono de don Germán, a pesar de no pertenecer a la casta santafereña. Terminado el discurso, don Germán envaina la espada mientras algunos súbditos fervientes gritan con gran devoción : “¡Igualito al abuelo!”, refiriéndose al antiguo rey descendiente de la estirpe del Sabio Lleras. Al pasar por la mesa principal se levantan don Rodrigo y el representante don Héctor para presentar saludo a su Excelencia. Éste sigue de largo con su soberbia mirada en el horizonte.

Ya antes el Virrey, en sus correrías inaugurando caminos por todo el Nuevo Reino de Granada, había enviado a la horca a una escribana que se había atrevido a preguntarle su opinión sobre el proceso de pacificación de los pijaos farianos originarios del Tolima. Que no quede duda: para la casta la única posición aceptable por parte de las indiadas es la reverencia y la sumisión; si se tornan mansas, salvarán sus almas y sus tristes vidas.

No importa que los caminos sean financiados con las rentas que la Real Hacienda recibe del sinnúmero de tributos que pagan aborígenes y de la explotación de las riquezas de sus territorios por parte de la Real Corona. Cuando estos o sus representantes pidan audiencia en la autócrata y distante capital del Reino, la única posición políticamente correcta es inclinarse con reverencia para mendigar que los tributos que recibe la Corona sean invertidos en sus propios territorios (de ahí proviene la costumbre de ir con rodilleras y totuma). La indiada debe solamente esperar una choza y debe mostrarse agradecida colocando las palmas de sus manos en forma de techo sobre su cabeza en señal de adoración y ponerse al servicio de Dios Nuestro Señor y de su Majestad.


El mismo día don Germán abandonó el Valle de las Tristezas, a orillas del Río Grande de la Magdalena. Aborígenes y parroquianos esperan su próxima venida real anhelando que reparta no solamente regaños sino también chozas y favores. Desde lo alto del cerro de El Chaparro, en la terraza de Avichente, observa La Gaitana, cacica de los indios osados que se resisten a perder su dignidad, su territorio y su riqueza.

Publicado en http://www.kienyke.com/kien-escribe/columna-vargas-lleras/