El manejo que le ha dado el Gobierno colombiano a la crisis cafetera refleja
los problemas de fondo que enfrenta el país para poder modernizarse y
garantizar el desarrollo humano de sus ciudadanos. Estos obstáculos están
estrechamente interrelacionados.
Primero, la apuesta por la minería y explotación de recursos naturales
como motor del crecimiento económico es peligrosa para el desarrollo del país. La
forma en que se está atrayendo y gestionando la inversión en este sector – y la
consecuente apreciación de la tasa de cambio – promueve la desindustrialización
y afecta el medio ambiente y, en ocasiones, el equilibrio social. Como lo
afirma la OECD, la creciente dependencia de las exportaciones de petróleo y carbón
pueden afectar el potencial de crecimiento de las exportaciones agrícolas e
industriales y perjudicar la capacidad de la economía para diversificar.
Segundo, el país sigue todavía gobernado por las mismas familias y
grupos que hace décadas se adueñaron del Estado para favorecer a sus allegados
y proteger sus privilegios. Por ejemplo, la concentración de la tenencia de la
tierra, medida por el coeficiente de Gini, es estimada en 0.86, una de las más
altas en el mundo. Estas elites tradicionalmente han prohibido y estigmatizado
de manera arrogante y mezquina la protesta social pacífica. Las legítimas
reclamaciones de los pobres las consideran “inconvenientes, innecesarias e
injustas”. Gracias a las redes sociales hemos visto durante el actual paro de los campesinos la forma en que han querido
deslegitimar sus peticiones y la forma indigna en que los han tratado.
El último problema de fondo es el clientelismo político. Los políticos
tradicionales no ven a sus electores como ciudadanos a los que deben
representar y rendirles cuentas, sino como mendigos cuyos votos deben comprar
con limosnas o puestos en la administración pública. Este sistema, además de alimentar
la corrupción y la ineficiencia administrativa, impide que muchos colombianos
se reconozcan como ciudadanos poseedores de derechos y no como simples
receptores pasivos de medidas asistencialistas y populistas que al final no los
sacan de la pobreza.
Estos tres problemas se alimentan y refuerzan entre sí. ¿Estamos,
entonces, los colombianos condenados a ser víctimas de este círculo vicioso?
No, afortunadamente. Así lo demuestra la reciente escogencia de Medellín como
la ciudad más innovadora del mundo por sus logros en planeación urbana,
políticas sociales, centros culturales y educativos, transporte masivo y
emprendimiento. Esta transformación fue impulsada y liderada por un movimiento político
independiente de los poderes tradicionales que renunció al clientelismo y optó
por un modelo de desarrollo incluyente donde las clases menos favorecidas eran
la prioridad. Los tres problemas de fondo fueron combatidos al mismo tiempo y
los resultados fueron muchísimo mejores que a los que nos tienen acostumbrados.
Sí se puede.
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