En algunos
años Colombia puede llegar a ser un país moderno que facilite el buen vivir a
sus habitantes. Un país pluralista que no sólo acepta las diferencias sino que
las aprecia. Un país en donde la educación motiva a cada colombiano a entender
el mundo, a aprovechar sus propias potencialidades y a valorar nuestras
riquezas culturales y naturales. Un país en donde valores como el respeto, la
honestidad, la decencia y la disciplina permean de manera coherente el actuar
de sus ciudadanos en todos los ámbitos de sus vidas.
En últimas,
un país en donde seamos conscientes de que jugamos en el mismo equipo y por eso
tenemos que seguir unas normas que mejoran la convivencia, generan confianza y,
por tanto, nos permiten alcanzar mejores resultados.
Hoy, sin
embargo, el panorama es oscuro. Nos hemos convertido en un país de
desconfiados. El transeúnte desconfía del que se le para al lado, el votante
desconfía del político y el comprador desconfía del vendedor .
Hoy lo
normal no es confiar en el valor de la palabra o presumir que el otro obra de
buena fe, sino todo lo contrario. La honestidad ya no es causa de orgullo y
dignidad, sino de críticas y burlas por no aprovechar el “cuarto de hora” o la “oportunidad”.
La deshonestidad es ahora inteligencia, viveza!. Todos desconfían de todos. El
país del “no dar papaya”, en realidad no da confianza.
De esa
forma, se aleja cada vez más de nuestro horizonte el grado de bienestar al que
han llegado otras naciones. Seguimos dando vueltas en esa espiral macondiana
que es nuestra patria boba. La misma que nos ha mantenido sumidos por décadas
en el odio, en los prejuicios, en los dogmas, en la exclusión y en el desprecio
del que es diferente. La misma que ha permitido que una pequeña élite mezquina
y aprovechada gobierne al país, negándole a una gran parte de la población el
disfrute de nuestra riqueza nacional.
Hoy el
espectáculo grotesco y descarado de los políticos y funcionarios públicos de
turno también genera desconfianza y apatía. Mientras que nos entretienen y
manipulan descaradamente con asuntos superficiales, en otros países como
Ecuador, Chile y Costa Rica se debaten los temas relevantes y prioritarios para
su desarrollo.
Colombia,
en cambio, se mueve entre el conformismo y el fanatismo. El zorro se presenta
como un santo y el santo resulta ser un zorro. Ambos se aprovechan de una
población sumergida en la pobreza económica y cultural, una población sometida
que se niega a levantar la cabeza y asumir la responsabilidad de su destino. Entre
tanto, el clientelismo y la corrupción carcomen nuestras instituciones;
aquellas que fueron ideadas para permitirnos convivir en paz y para promover el
progreso social.
En esta
etapa sombría de nuestra historia, necesitamos líderes verdaderos que logren
despertarnos y que puedan inspirar en los colombianos el anhelo de una nación
moderna y civilizada. No caudillos o salvadores de medio pelo; sino líderes
como Abraham Lincoln, Nelson Mandela, Mahatma Gandhi o Franklin Delano
Roosevelt, que lograron encender la esperanza – en vez del miedo – y la unión –
en vez del odio – entre sus conciudadanos en épocas bien difíciles para sus
países.
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