Para los
colombianos ya es habitual hablar, por un lado, del potencial y de las grandes riquezas de
nuestro país que nos enorgullecen y, por otro, de los problemas de pobreza,
desigualdad, violencia y corrupción que nos desalientan.
¿Qué hacer?
¿Podemos hacer algo? Mejor aún, ¿nos interesa hacer algo? ¿Somos, acaso, una
estirpe condenada a cien años de soledad sin una segunda oportunidad sobre la
tierra? ¿Por dónde empezamos? ¿Cuál es el problema central, el asunto de fondo?
Yo, al
igual que el desaparecido Jaime Garzón, estoy convencido de que lo que pasa es
que estamos en malas manos. El problema no es la guerrilla, el narcotráfico, la
hegemonía estadounidense o las multinacionales. Es la clase política que
orienta el rumbo de la nación. Precisamente, hace poco tanto Rafael Correa como
Pepe Mujica dijeron que el problema no es técnico o ambiental, sino político.
Lo dicen dos presidentes que han emprendido reformas políticas profundas y han
aumentado considerablemente el bienestar de sus ciudadanos.
Esa explicación,
sin embargo, nos sacude a todos. En efecto, un profesor de ciencia política en
el pregrado nos decía que no nos debemos aterrar, por ejemplo, de un Congreso
ya que este es el reflejo de un pueblo. En ese sentido muchos podemos ser
responsables de que estemos en malas manos.
¿Por qué
elegimos políticos corruptos? Algunas personas excluidas del desarrollo y que
viven en pobreza lo hacen a veces por necesidad, por cuestión de supervivencia
o ignorancia. ¿Pero las que no? ¿Por qué no exigimos la honestidad en los que
nos van a representar y van a dirigir el destino del “barco Colombia”?
Al
respecto, algunos estudiosos del tema han hablado de que en Colombia se ha
venido consolidando una “cultura mafiosa”, una “cultura de la ilegalidad”, del
dinero fácil, del “todo vale”, de “aprovechar el papayaso”. Una cultura en la
que las bases morales de nuestra sociedad se están agrietando. Una cultura en
la que los valores éticos más mínimos y necesarios para convivir se están
desmoronando. ¿Hemos adoptado una posición cínica en la que creemos que ya es
imposible o, por lo menos, desventajoso ser honesto o cumplir las leyes y las
normas sociales? ¿Empezamos a carecer de un sistema de comportamientos sociales
aceptables? ¿Estamos perdiendo los valores colectivos indispensables para
consolidar una verdadera democracia?
Se
aproximan elecciones y ya muchos candidatos empiezan a gastar alarmantes
cantidades de dinero en rifas y bingos, en publicidad y en mercados para los
pobres. Los veremos repartiendo regalos en navidad y útiles escolares en enero.
Su interés real no es sacar a estas “clientelas” de la pobreza sino, todo lo
contrario: mantenerlas pobres y
acostumbradas al asistencialismo y a las limosnas; de esa forma podrán
enriquecerse fácilmente con los recursos públicos.
Lo peor es
que no se percibe una mejoría con el relevo generacional. Muchos de los jóvenes
que están incursionando en la política y que se presentan como una renovación
vienen utilizando las mismas prácticas políticas, muchas veces de la mano de un
político tradicional. Su interés es obtener cuotas burocráticas para ofrecer
puestos y comprar apoyo electoral y después desde ahí dirigir contratos y obras
a los que los apoyaron y a los que les pagarán una coima adicional. Por eso no
hacen control político o ejecutan bien las obras porque la finalidad es sacar
el máximo provecho del presupuesto público para pagar sus campañas y consolidar
sus empresas electorales que en muchos casos son familiares. A ellos no les
interesa prepararse, rodearse bien o dignificar a los ciudadanos. El resultado
es que acabamos con obras inservibles y mediocres o servicios públicos costosos
e ineficientes.
Así pues,
estamos en un círculo vicioso: Para tener políticos y líderes decentes
necesitamos votar por ellos. Pero para eso necesitamos ciudadanos decentes que
valoren la decencia; personas educadas con juicio crítico; ciudadanos consientes
de sus derechos en vez de limosneros que se conforman con migajas. Pero para
esto necesitamos líderes que inviertan en la educación y en la dignificación de
sus ciudadanos. Eh ahí el círculo.
¿Cómo
salimos de ese círculo? ¿Cómo podemos empezar a romperlo? ¿Somos consientes de
que necesitamos romperlo para alcanzar un mayor bienestar en nuestro país? O
¿somos indiferentes? ¿Qué hacemos entonces? ¿Elevar las penas por corrupción o
reformar la ley de contratación? En realidad, de nada sirve crear más
instituciones y leyes o reformar las existentes si los individuos que las
componen o deben obedecer no presentan un comportamiento ético. Se necesita un
cambio de mentalidad, de actitudes y creencias. Como lo dice Antanas Mockus,
necesitamos armonizar las normas legales, morales y sociales.
¿Estamos
haciendo explícitos los mínimos éticos que una sociedad democrática debe
transmitir? Necesitamos dejar la indiferencia, la doble moral y comprometernos.
Necesitamos pensar más en términos del interés colectivo y asumir una posición
valiente de rechazo, de denuncia y de sanción social hacia la cultura mafiosa. Recordemos
que Martin Luther King decía que lo preocupante no es la perversidad de los
malvados sino la indiferencia de los buenos.
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