En la actual campaña
electoral algunos congresistas que buscan ser reelegidos presentan como su gran
logro el haber “jalonado” o “gestionado” determinados recursos para la región. Sólo
algunos hablan de proyectos de ley que tramitaron a última hora para tratar de
salvar su cuestionada imagen.
Según la Constitución,
aquella labor de gestionar o administrar le corresponde a la rama ejecutiva y
no a la legislativa. Esta última se encarga primordialmente de la elaboración
de las leyes y del control político a la rama ejecutiva. Bajo esa lógica es que
los congresistas deben representar a sus electores. Esa división se ideó con el
fin de garantizar el equilibrio de poderes en un gobierno republicano.
En Colombia, uno de los
regímenes más presidencialistas de Latinoamérica, ha venido ocurriendo una
paulatina degeneración de esa arquitectura institucional hasta el punto que el
Congreso cada vez más se parece a un apéndice del ejecutivo. Esta distorsión ha
profundizado la centralización, el clientelismo y la corrupción; también la
ineficiencia administrativa porque los mandatarios locales requieren pasar más
tiempo en Bogotá buscando amigos y “gestores” en vez de utilizar los canales
institucionales.
Este proceso se ha acentuado
durante el gobierno del presidente Santos, quien no contaba con un capital
político propio y quien para asegurar la llamada gobernabilidad creó la Unidad
Nacional, una coalición de partidos que básicamente a cambio de burocracia y
presupuesto da trámite a los proyectos legislativos del presidente. Fue así
que, por ejemplo, apoyaron la centralizadora reforma a las regalías.
Muchos afirman que con las
nuevas tecnologías de la información se puede reemplazar la democracia
representativa por la democracia directa en donde los ciudadanos votan las
leyes sin necesidad de intermediarios. Cass Sustein en su libro “Republic.com
2.0” sostiene, por el contrario, que la democracia representativa seguirá
siendo necesaria debido a que la deliberación promueve la elaboración de mejores
leyes.
En Colombia, sin embargo,
pareciera que el nivel del debate en el Congreso ha decaído sustancialmente.
Reformas trascendentales para el país – como las de la educación, la salud, las
pensiones, la tributaria, la agraria y la justicia – no reciben la deliberación de altura que
requieren. Varias incluso son aprobadas a la carrera y a pupitrazo, ya que
muchos congresistas no representan el interés general sino intereses económicos
muy particulares que simplemente les dictan de antemano cuál debe ser su
posición.
Necesitamos que personas
conscientes de estos problemas renueven la forma de hacer política y lleguen al
Congreso a reversar el deterioro institucional, llevar a cabo la
descentralización prometida por la Constitución y representar realmente los
intereses de sus regiones y el país. Por eso no votemos por personas que con
sus prácticas políticas mantienen y
alimentan ese deterioro.