El Virrey
don Germán Vargas Lleras volvió a impartir regaños, esta vez, en Nuestra Señora
de la Limpia Concepción de Neiva. Proveniente de Santa Fe de Bogotá, el 14 de
julio del año corriente descendió del carruaje junto a Elsa Noguera, de la
Provincia de Sabanilla y Ministra de Caminos Reales, y su séquito sin ocultar
su ira real.
Los
recibieron el Gobernador y Capitán General de la Villa, la familia de don Diego
de Ospina y Medinilla, oficiales reales y letrados de buena familia, quienes se
peleaban por el honor de cargarle el palio, tal como lo dictan las buenas
costumbres de la provincia. Una vez le
rindieron todos los honores con solemnidad en un gran auditorio, el Virrey
arremetió contra el Alcalde don Rodrigo Lara por algo que dijo su secretario de
gobierno, y que a oídos palaciegos del más iracundo retoño del linaje Vargas Lleras,
constituían una afrenta al inexpugnable estandarte: las chozas para la horda de
menesterosos. La ministra, llegó incluso a sugerirle al burgomaestre que lo
enviara a las mazmorras para ser luego
colgado en el árbol de la justicia.
¿Cuál
fue el pecado del secretario? Atreverse a señalar lo que consideraba falencias
de la política real de vivienda ante peninsulares y aborígenes que habitan un
asentamiento precario del cual iban a ser desalojados debido a una orden de la
Audiencia Real. El secretario les había explicado, lo que a su parecer, son
causas de la carencia de vivienda en la Provincia y los animó a expresarle sus
necesidades de una choza a su Excelencia que llegaría al día siguiente.
¡Herejía!
¡Desde cuándo un funcionario de segundo nivel de una Provincia se atreve a
cuestionar los mandatos de su Majestad! Los designios reales que se dictan en
la capital están hechos para ser obedecidos sin rechistar, sin pero alguno. Por
eso la paz de don Germán se alteró; se le enrojeció el rostro y enérgicamente
levantó la espada, a la vez que elevaba su voz para sentenciar que ninguno de
los súbditos del Reino podría aventurarse a semejante error (“comentarios
inoportunos e imprudentes”, diría la nobleza sumisa).
Su
cólera se eleva aún más cuando señala que el funcionario es del grupo de don
Sergio Fajardo de Antioquia, de quien se dice que puede poner en riesgo la
sucesión al trono de don Germán, a pesar de no pertenecer a la casta
santafereña. Terminado el discurso, don Germán envaina la espada mientras
algunos súbditos fervientes gritan con gran devoción : “¡Igualito al abuelo!”,
refiriéndose al antiguo rey descendiente de la estirpe del Sabio Lleras. Al
pasar por la mesa principal se levantan don Rodrigo y el representante don
Héctor para presentar saludo a su Excelencia. Éste sigue de largo con su
soberbia mirada en el horizonte.
Ya
antes el Virrey, en sus correrías inaugurando caminos por todo el Nuevo Reino
de Granada, había enviado a la horca a una escribana que se había atrevido a
preguntarle su opinión sobre el proceso de pacificación de los pijaos farianos
originarios del Tolima. Que no quede duda: para la casta la única posición
aceptable por parte de las indiadas es la reverencia y la sumisión; si se
tornan mansas, salvarán sus almas y sus tristes vidas.
No
importa que los caminos sean financiados con las rentas que la Real Hacienda
recibe del sinnúmero de tributos que pagan aborígenes y de la explotación de
las riquezas de sus territorios por parte de la Real Corona. Cuando estos o sus
representantes pidan audiencia en la autócrata y distante capital del Reino, la
única posición políticamente correcta es inclinarse con reverencia para mendigar
que los tributos que recibe la Corona sean invertidos en sus propios
territorios (de ahí proviene la costumbre de ir con rodilleras y totuma). La
indiada debe solamente esperar una choza y debe mostrarse agradecida colocando
las palmas de sus manos en forma de techo sobre su cabeza en señal de adoración
y ponerse al servicio de Dios Nuestro Señor y de su Majestad.
El
mismo día don Germán abandonó el Valle de las Tristezas, a orillas del Río
Grande de la Magdalena. Aborígenes y parroquianos esperan su próxima venida
real anhelando que reparta no solamente regaños sino también chozas y favores.
Desde lo alto del cerro de El Chaparro, en la terraza de Avichente, observa La
Gaitana, cacica de los indios osados que se resisten a perder su dignidad, su
territorio y su riqueza.
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